Todos tenemos momentos de bienestar. Muchas veces, ese bienestar
suele transformarse en euforia. Pero también, esa euforia suele apagarse
y entrar en crisis. Es bueno ver qué sucede con los liderazgos. Están
tan expuestos que se puede aprender de ellos desde su humanidad (y sus
excesos).
Los liderazgos dejan en claro repetidamente que sus límites y sus
fines son sus propios valores. O mejor, ellos mismos. Son maximizadores y
batallan hasta el final. Raramente ceden. Tienen causas: sus propias
causas. Así pasa también con los liderazgos en la política. Usan la
ideología pero la acomodan a su estilo. La modelan, manipulan. Funcionan
como bisagras entre un antes y un después del sistema político y
social. Como arietes que pujan y demuelen, incluso, a sus propias
construcciones previas. Se convierten en objetos y sujetos de sus
propios discursos. Son fundantes en sus pretensiones queriendo hacer
historia siempre.
En una cultura en que el éxito, la hazaña y lo extremado atraen y
seducen, la dramatización política hace concesiones a estos perfiles que
sobrepasan la frontera de lo aceptable y lo inaceptable, como afirma
Georges Balandier. Nunca pasan desapercibidos. Y esa es su virtud, pero
también su talón de Aquiles porque en una crisis quieren esconderse,
bajar el perfil o sencillamente no aparecer cotidianamente. Imposible.
Si una crisis es una excepción que requiere respuestas excepcionales,
el trato ciudadano y mediático será proporcionalmente excepcional. Y
luego de la euforia suelen derrapar en terrenos de la negación, la
simplificación, la incredulidad, la minimización, el ensimismamiento, la
irascibilidad, la desconfianza, la fantasía, la angustia, solo por
citar algunos de los estados por los que pasan los liderazgos en
situaciones de crisis.
Dios aparece seguido también. Muchas reacciones son habituales en
situaciones de altos niveles de estrés. Habiendo perdido el control de
la situación es habitual que los líderes se entreguen a un más allá
religioso. “Creo en Dios” es una respuesta frecuente. Responsabilizan a
un ser superior y se entregan. También la autoafirmación suficiente. “Si
llegué hasta acá es por mí”. Se comparecen a sí mismos dándose fuerza
y, de alguna manera, negando la falla actual, asumiendo que el pasado
fue un recorrido de competencias demostradas.
Paul Auster escribía que “lo inesperado es parte de la vida. Nos
suceden cosas extrañas. Pensamos que están fuera de la norma, pero es
así. Esa es la manera en que funciona la vida…”. Hay crisis inesperadas
donde aparece una conciencia de lo inesperado. Donde lo inesperado se
hace fortaleza, se lo asume. Pero no toda crisis es sorpresa, hay crisis
que se ven venir. Y aun así no se las termina asumiendo. Se las niega,
se las minimiza. Y no por el deseo superador de no temerles, al
contrario, es por temerles tanto que bloquean acciones que en otro
momento hubieran implicado respuestas acordes a la gravedad.
El ego no es malo en personas sometidas a tal nivel de presión, así
es que el ego tiene una mirada dual en los liderazgos, una doble
reputación. Como “sujeto”, donde la persona demuestra valoraciones
superlativas de sí misma colocando sus propósitos por encima de todo.
Esa es la versión que tiene mala fama, como una pasión mezquina. Pero
también está la mirada como “carácter”, donde aparece la tenacidad para
la consecución de sus intereses, la obstinación en su sentido virtuoso,
cierta desmesura y también la fascinación ambivalente que suele generar
en los demás que lo ven como “carácter fuerte”, aun con sus defectos
como afirma Juan José Calzetta. Son a esos liderazgos a los que se
acepta como un combo, con defectos y todo.
No importa aquí desentrañar los procesos de constitución de la
subjetividad de las personas. Sí importa ver cuándo los líderes tienen
una comprensión egoísta de la crisis para tratar de no repetir esa
conducta ni copiarlos. Para aprender. El líder que padece la crisis la
siente como si se tratase de un aspecto en donde está en juego su ego,
no la institucionalidad en su rol de mandatario. Eso es dañino. Hay que
imaginar todo lo que nos rodea y a todos quienes nos rodean en cualquier
situación crítica que nos pueda suceder y ponernos a pensar cómo
actuamos nosotros también.
Así que vayan cuatro ejemplos finales de cosas a evitar, precisamente
para no caer en crisis o quitarle chances a que las crisis aparezcan.
Puede que en la vida nos vaya bien, aun sin innovar ni mejorar.
Incluso si no prestamos atención a cosas que deberíamos hacer bien o
mejor. En política pasa lo mismo. Muchas veces se sobreestima la
potencialidad electoral. Más tarde que nunca, el atractivo electoral se
pierde ante las inercias o lo indefendible, aunque más no sea
circunstancialmente.
Puede que la vida nos encuentre en alguna situación de poder o de
asimetría, ventajosa. En política pasa lo mismo, se sobreestima la
capacidad de imposición. Más tarde que nunca, si se subestima la
necesidad de consenso, los sectores con poder de movilización
reaccionan. O simplemente votan en contra.
Puede que muchas veces sea práctico, cómodo y hasta útil exagerar las
diferencias. Las propias identidades hacen que todos seamos diferentes,
obvio. Y las diferencias no son un drama, no deberían serlo. Pero
cuando se exageran, se acaba todo tipo de consenso posible. Se rompen
los puentes del diálogo. Así pasa también en política. Se sobreestima la
polarización. Las distinciones binarias. Los contrastes. Los juicios de
lo bueno y de lo malo, el uso distorsionado del discurso ideológico
como causal de diferenciación. Más tarde que nunca, la división
constante como único método, resta más de lo que suma.
Error de cálculo, miopía electoral, displicencia para la toma de
decisiones, ausencia de concertación, divisiones sociales proclamadas,
estilos con cuestionable calidad institucional no auguran necesariamente
tiempos de consenso. El poder, o parte de él, cuando menos se lo
espera, se puede perder y a menudo de modo más rápido y acelerado que el
tiempo que llevó obtenerlo. La enseñanza: no sobreestimar el poder que
se tiene por más poderoso que sea. Pasa -o puede pasar- con los cálculos
en nuestras vidas también.
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